El
autobús aparcó frente al instituto. Lo observé desde detrás del cristal. Era un
edificio viejo pero sólido, con un par de cafeterías por los alrededores, concurridas
a pesar de lo temprano de la hora.
Me
bajé del vehículo y caminé hacia la entrada del Pablo Neruda. Las listas de las
clases estaban colgadas en la pared, rodeadas por una masa de jóvenes que reían
o se quejaban ante la perspectiva del nuevo curso. La mayoría se saludaban como
si se conociesen de toda la vida, y probablemente fuese así.
Me
acerqué y busqué hasta dar con mi nombre en la lista de 1ºC. Sobre las listas
había un sencillo mapa del edificio en el que alguien había indicado las clases
principales con rótulos en rojo. Ahí estaba la mía. Segunda planta, la primera
a la derecha después de las escaleras.
Me
retiré para dejar espacio a las nuevas masas de alumnos y aguardé el timbre que
indicaba el inicio de las clases. Cuando ese sonido estridente y temido por
algunos llenó al aire, me encaminé hacia la puerta de entrada y avancé a duras
penas entre la marea de adolescentes.
Mientras
comenzaba a subir las escaleras, algo me dio en el hombro derecho con fuerza, y
me precipité inevitablemente contra las escaleras, recibiendo un fuerte y
doloroso golpe en un costado. Alcé la vista para contemplar como mi agresora,
una chica de mi edad rubia y cubierta de bisutería barata, pasaba a mi lado
mirándome altivamente y me escupía un “Aparta, escoria” de lo más desagradable.
En
cuanto se alejó escaleras arriba, una voz suave y pausada que ya conocía me
preguntó:
-¿Estás bien?
Era
Javier, que se había inclinado junto a mí con el rostro hierático. Me agarré
torpemente a la mano que me ofrecía y me levanté.
-Sí… Gracias
–tartamudeé. Él asintió en silencio y se alejó. Le seguí con la mirada;
realmente era un joven extraño. Entonces, una mano se apoyó en mi hombro.
-¡Hey, Noelia!
–exclamó Rubén- Vamos, date prisa, o llegaremos tarde a clase. ¿Has visto? Nos
ha tocado juntos.
Detrás
de él Fernando asintió. Parecía nervioso y apurado.
Fui
con ellos hasta el aula. No era muy grande, y las paredes anaranjadas estaban
tapizadas de letreros y mensajes incomprensibles grabados allí por estudiantes
de otros años como si de su legado se tratase.
Elegí
un sitio junto a la ventana, y Rubén se sentó a mi lado. Fernando ocupó el
asiento que había detrás de nosotros.
Me
di cuenta entonces de que Javier estaba sentado un par de filas más adelante… y
me estaba observando. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, él apartó la suya
y se dio la vuelta. No supe cómo reaccionar, pero no me lo tuve que pensar
mucho, porque en ese instante la puerta se cerró con un golpe sordo, y se hizo
el silencio en la clase.
Un
hombre acababa de entrar por la puerta. Rondaría los cincuenta años, y era alto
y de constitución fuerte. Vestía una camisa de cuadros, pantalones negros y
lustrosos zapatos. Su pelo cano estaba perfectamente peinado y engominado hacia
atrás, y sus duros rasgos parecían haber sido cincelados en piedra. Tenía una
mirada astuta y severa que peinaba la clase en busca de posibles víctimas como
un depredador que rastrea la sabana a la caza de futuras presas. Entonces, sus
labios se despegaron y dieron paso a una voz grave y rasposa que arrastraba las
palabras y no admitía réplica alguna:
-Mi nombre es
Roberto Torres, y vosotros me llamaréis señor Roberto. Soy vuestro tutor y
profesor de Matemáticas, y ante todo quiero deciros que no toleraré ninguna
tontería en este curso que hoy da comienzo –mientras hablaba, comenzó a pasear
entre las mesas-. Así que, si apreciáis vuestra integridad física y emocional,
quizá os agrade saber que para conservarla solo tenéis que comportaros de una
forma ejemplar y…
No
acabó la frase. Se había quedado mirando fijamente a un muchacho pelirrojo de
la primera fila. El pobre palidecía por momentos.
-Abre la boca
–ordenó Roberto. Su voz sonaba tranquila, como la paz que precede a la
tormenta. El chico obedeció y… He ahí el motivo de su temor: un chicle
brillando sobre su lengua-. Fuera de clase –como el desafortunado joven no se
movió ni un milímetro, el señor Roberto gritó de pronto, provocando un
sobresalto en todos los presentes-. ¡Fuera! ¡Largo, ahora mismo! ¡Desaparece de
mi vista!
Las
voces nos asustaron a todos, e incluso Rubén dejó morir la sonrisa de sus
labios. Cuando el desdichado muchacho hubo salido del aula, nuestro nuevo tutor
se volvió hacia nosotros y, sonriendo como solo un depredador podría haber
hecho, dijo:
-Bienvenidos al
Instituto Pablo Neruda.
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