sábado, 4 de enero de 2014

EDDLC - Capítulo 4: Bienvenidos al Instituto Pablo Neruda


El autobús aparcó frente al instituto. Lo observé desde detrás del cristal. Era un edificio viejo pero sólido, con un par de cafeterías por los alrededores, concurridas a pesar de lo temprano de la hora.

Me bajé del vehículo y caminé hacia la entrada del Pablo Neruda. Las listas de las clases estaban colgadas en la pared, rodeadas por una masa de jóvenes que reían o se quejaban ante la perspectiva del nuevo curso. La mayoría se saludaban como si se conociesen de toda la vida, y probablemente fuese así.

Me acerqué y busqué hasta dar con mi nombre en la lista de 1ºC. Sobre las listas había un sencillo mapa del edificio en el que alguien había indicado las clases principales con rótulos en rojo. Ahí estaba la mía. Segunda planta, la primera a la derecha después de las escaleras.

Me retiré para dejar espacio a las nuevas masas de alumnos y aguardé el timbre que indicaba el inicio de las clases. Cuando ese sonido estridente y temido por algunos llenó al aire, me encaminé hacia la puerta de entrada y avancé a duras penas entre la marea de adolescentes.

Mientras comenzaba a subir las escaleras, algo me dio en el hombro derecho con fuerza, y me precipité inevitablemente contra las escaleras, recibiendo un fuerte y doloroso golpe en un costado. Alcé la vista para contemplar como mi agresora, una chica de mi edad rubia y cubierta de bisutería barata, pasaba a mi lado mirándome altivamente y me escupía un “Aparta, escoria” de lo más desagradable.

En cuanto se alejó escaleras arriba, una voz suave y pausada que ya conocía me preguntó:

-¿Estás bien?

Era Javier, que se había inclinado junto a mí con el rostro hierático. Me agarré torpemente a la mano que me ofrecía y me levanté.

-Sí… Gracias –tartamudeé. Él asintió en silencio y se alejó. Le seguí con la mirada; realmente era un joven extraño. Entonces, una mano se apoyó en mi hombro.

-¡Hey, Noelia! –exclamó Rubén- Vamos, date prisa, o llegaremos tarde a clase. ¿Has visto? Nos ha tocado juntos.

Detrás de él Fernando asintió. Parecía nervioso y apurado.

Fui con ellos hasta el aula. No era muy grande, y las paredes anaranjadas estaban tapizadas de letreros y mensajes incomprensibles grabados allí por estudiantes de otros años como si de su legado se tratase.

Elegí un sitio junto a la ventana, y Rubén se sentó a mi lado. Fernando ocupó el asiento que había detrás de nosotros.

Me di cuenta entonces de que Javier estaba sentado un par de filas más adelante… y me estaba observando. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, él apartó la suya y se dio la vuelta. No supe cómo reaccionar, pero no me lo tuve que pensar mucho, porque en ese instante la puerta se cerró con un golpe sordo, y se hizo el silencio en la clase.

Un hombre acababa de entrar por la puerta. Rondaría los cincuenta años, y era alto y de constitución fuerte. Vestía una camisa de cuadros, pantalones negros y lustrosos zapatos. Su pelo cano estaba perfectamente peinado y engominado hacia atrás, y sus duros rasgos parecían haber sido cincelados en piedra. Tenía una mirada astuta y severa que peinaba la clase en busca de posibles víctimas como un depredador que rastrea la sabana a la caza de futuras presas. Entonces, sus labios se despegaron y dieron paso a una voz grave y rasposa que arrastraba las palabras y no admitía réplica alguna:

-Mi nombre es Roberto Torres, y vosotros me llamaréis señor Roberto. Soy vuestro tutor y profesor de Matemáticas, y ante todo quiero deciros que no toleraré ninguna tontería en este curso que hoy da comienzo –mientras hablaba, comenzó a pasear entre las mesas-. Así que, si apreciáis vuestra integridad física y emocional, quizá os agrade saber que para conservarla solo tenéis que comportaros de una forma ejemplar y…

No acabó la frase. Se había quedado mirando fijamente a un muchacho pelirrojo de la primera fila. El pobre palidecía por momentos.

-Abre la boca –ordenó Roberto. Su voz sonaba tranquila, como la paz que precede a la tormenta. El chico obedeció y… He ahí el motivo de su temor: un chicle brillando sobre su lengua-. Fuera de clase –como el desafortunado joven no se movió ni un milímetro, el señor Roberto gritó de pronto, provocando un sobresalto en todos los presentes-. ¡Fuera! ¡Largo, ahora mismo! ¡Desaparece de mi vista!

Las voces nos asustaron a todos, e incluso Rubén dejó morir la sonrisa de sus labios. Cuando el desdichado muchacho hubo salido del aula, nuestro nuevo tutor se volvió hacia nosotros y, sonriendo como solo un depredador podría haber hecho, dijo:

-Bienvenidos al Instituto Pablo Neruda.

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