Las
primeras tres horas de clase habían transcurrido lenta y tediosamente, entre
presentaciones, libretas y bostezos. El primer descanso había llegado. Podía ir
adonde quisiese, aunque dado que la campana sonaría de nuevo en quince minutos
lo mejor sería no alejarme demasiado. Sin embargo, dado que no conocía la zona
no tenía ningún interés en abandonar el lugar.
No
me apetecía entrar en una cafetería, estaban demasiado llenas. Por tanto, me
acerqué a un pequeño jardín que ocupaba la parte posterior del instituto. Allí apenas
había gente.
Más
relajada, me acerqué a un árbol acariciado por los escasos rayos de sol que nos
iluminaban, y me senté a sus pies. Apoyé la espalda en su tronco nudoso y saqué
una libreta para dibujar.
Llevaba
cosa de cinco minutos garabateando monigotes y caricaturas cuando escuché un
grito. Alcé la cabeza y vi a un grupo de chicos de segundo curso rodeando a un
joven sentado en el suelo: Javier. Le habían arrebatado un libro, y por lo que
podía oír estaban insultándole:
-¡Mirad al
invertido, qué culto! Leyendo un libro, vaya viril –se burlaba uno de ellos,
mientras los demás le coreaban-. ¡Atiende, fíjate en lo que hago con tus
cuentos! –y entonces arrancó violentamente varias páginas, separándolas de la
encuadernación y destrozándolas después.
Javier
se levantó de un salto, contemplando horrorizado el estropicio. Dio un paso
hacia adelante, pero entonces otro de los acosadores le dio un fuerte puñetazo
en el estómago que le dejó sin respiración. Me incorporé de golpe, tapándome la
boca con espanto. No había nadie más allí, y claramente yo no podía hacer mucho
para ayudar.
Javier
apenas se había recuperado del golpe, cuando un tercer abusón le dio una
potente patada en un costado que le tiró al suelo. Él se sujetaba el estómago
con el rostro lívido y gemía entre dientes. Entonces, el chico que había
destrozado el libro levantó una pierna para darle un pisotón, pero Javier logró
apartarse justo a tiempo, y levantándose de un salto le empujó con todas sus
fuerzas.
En
ese preciso instante, el señor Roberto apareció por un extremo; en un par de
zancadas, llegó a donde se había estado produciendo la pelea y agarró a Javier
por los pelos. Los otros chicos intentaron irse, pero se quedaron paralizados
ante los gritos de indignación del profesor, que se los llevó a todos a rastras
sin reparar en mí.
Me di cuenta de pronto de que había estado conteniendo
la respiración, y solté de golpe todo el aire que contenían mis pulmones.
Sentía una desagradable opresión en el pecho debido a la preocupación por
Javier.
Javier
no apareció en la siguiente clase. Ni en el resto del día. Sin embargo, nadie
preguntaba por él. ¿Es que no se habían percatado de su ausencia?
Cuando
el timbre tocó una última vez para indicar el final de las clases, salí
cabizbaja y perdida en mis pensamientos. Quizá por ello continué por el
pasillo, descendiendo en el tramo de escaleras equivocado. Para cuando me di
cuenta ya estaba frente al despacho del director. Iba a dar media vuelta y
retornar sobre mis pasos cuando oí el nombre de Javier tras la puerta. No soy
una persona especialmente curiosa, pero en ese momento no puede evitarlo y
pegué la oreja a la madera.
-…es por tu
bien, Javier –decía una voz masculina-. No es bueno para ti empezar el primer
día con una amonestación por pelea, ¿sabes? Los chicos afirman que tú les
agrediste sin motivo alguno. Vamos a ver, ¿tú estás seguro de que ellos no te
hicieron nada, no te provocaron o algo por el estilo? Te doy
mi palabra de que lo que digas no saldrá de aquí, ellos nunca se enterarán –hubo una pausa de varios segundos en la que esperé oír una respuesta que nunca llegó. No lo entendía. ¿Por qué no lo decía? ¿Por qué no se defendía y le explicaba que ellos habían empezado?-. Bien, Javier, supongo que, si no tienes nada que decir, no hay más que hablar. Mañana debes traer la amonestación firmada por tus padres. Adiós.
mi palabra de que lo que digas no saldrá de aquí, ellos nunca se enterarán –hubo una pausa de varios segundos en la que esperé oír una respuesta que nunca llegó. No lo entendía. ¿Por qué no lo decía? ¿Por qué no se defendía y le explicaba que ellos habían empezado?-. Bien, Javier, supongo que, si no tienes nada que decir, no hay más que hablar. Mañana debes traer la amonestación firmada por tus padres. Adiós.
Me
aparté de la puerta y me oculté velozmente tras una columna, justo a tiempo de
evitar ser sorprendida por Javier, que salió del despacho cojeando y con un
sobre blanco en la mano. Sin alzar la mirada del suelo, se alejó por el
pasillo, ajeno al hecho de que yo le observaba, preguntándome por qué habría
guardado silencio.
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