Noviembre.
Hacía
ya un mes que había comenzado el curso. Parecía mentira, pero poco a poco
estaba logrando salir adelante.
Me
había acostumbrado ya al viento frío que azotaba mi cara todas las mañanas, a
los colores cambiantes de un cielo que a veces era limpio y azul, otras veces
blanco y liso y otras, oscuro y plomizo. También me había acostumbrado a mi
nuevo instituto, a mi nueva casa, a mi nuevo cuarto.
Y
no solo eso. Javier y yo nos habíamos hecho amigos.
Al
principio no me lo creía, pero efectivamente, desde el día que hablamos en la
biblioteca habíamos empezado a vernos más a menudo. En un comienzo solo nos
encontrábamos en las clases, dónde con frecuencia nos sentábamos juntos.
Después, en los recreos charlábamos recostados en los árboles del jardín del
instituto. Luego, con el pretexto de nuestro trabajo de historia, quedábamos
fuera del horario escolar para vernos en el parque de cerezos que había de camino
al instituto.
Dos
meses después, y pesar de que ya habíamos entregado el trabajo, no habíamos
dejado de acudir a nuestras “citas” bajo los cerezos, y estos encuentros pronto
se hicieron diarios.
A
veces hablábamos de cosas sin importancia y nos reíamos de anécdotas ridículas.
En otras ocasiones, bastante menos frecuentes, lograba convencerle tras largo
rato de súplicas para que me dibujase algo. Entonces se pasaba varios minutos
trazando sobre un cuaderno los rasgos de perros que nos observaban con
curiosidad, las ramas de los árboles meciéndose a merced del viento, el rostro
inquisitivo de un transeúnte que se ocultaba tras el periódico…
Los
dibujos de Javier eran auténticas obras de arte, a pesar de su recelo a que yo
le viese crearlas con esa facilidad. Su modestia era asombrosa, ¡con lo
maravillosos que eran! Tan encandilada estaba yo con ese don que poseía que mi
alegría fue inmensa cuando, un cálido sábado por la tarde, me obsequió con un
retrato mío.
En
el dibujo, yo estaba sentada, con la espalda apoyada contra un cerezo, un libro
entre las manos y el viento acariciando mi cabello. Viéndolo realmente parecía
que yo era hermosa, a pesar de que eso no era cierto.
Eso
me recuerda a que todavía no os he dicho cómo soy, ¿verdad? Bien, pues… Soy más
bien baja de estatura. Mi pelo es largo y castaño oscuro, y tengo los ojos del
color de la miel. Mi atractivo físico raya la nulidad, pese a lo que se refleje
en el dibujo de Javier…
Volviendo
a mi historia, la verdad es que llegué a pensar que todo me iría bien. Tenía un
gran amigo, estaba llevando perfectamente las clases, el tiempo resultaba ser
de mi agrado… Creía que no había nada de lo que preocuparse.
Ni
que decir tengo que me equivoqué.
Los
problemas cayeron torrencialmente sobre mí el primer martes de noviembre. Los
cerezos ya habían perdido todas sus hojas, y alzaban hacia el cielo unas ramas
oscuras y temblorosas. Parecía que iba a ser un día como otro cualquiera.
Todo
empezó a torcerse cuando, mientras esperaba a que el timbre de entrada sonase,
alguien me empujó desde detrás, tirándome varias libretas que sostenía entre
mis brazos. Cuando me agaché para recogerlas, un escupitajo se estrelló contra
el asfalto a escasos centímetros de mi mano.
Quien
había errado el tiro no era otra que la chica rubia cargada de bisutería barata
que prácticamente me había insultado tras empujarme en las escaleras en mi
primer día de clase. No se había quitado ni una de sus joyas.
-Deberías
quedarte ahí, en el suelo, que es donde tendrían que estar los pardillos como
tú –dijo con altanería, mientras un pequeño séquito de chicas empezaban a
reírle la gracia.
Tal
y como había ocurrido la primera vez que me encontré en el suelo por su culpa,
fue Javier quien me tendió su mano, ayudándome a levantarme. Yo se lo agradecí
con la mirada, antes de volverme hacia aquella arpía con demasiados aires de
grandeza.
-Es curioso que
eso lo diga alguien cuya vulgaridad es tal que en su defensa recurre a los
escupitajos –le reproché, disfrutando de su claro horror ante mi comentario.
-Cierra la boca,
pobretona. Tú y tu amiguito no sois más que dos estúpidos paletos, con las
narices metidas siempre en vuestros ridículos libritos para niños pequeños. ¡Él
es un marica que no sabe ni chutar un balón y tú una ñoña que no tiene ni donde
caerse muerta! ¡Dos retrasados que se pasan leyendo todo el maldito día!
-Mucho me temo
que no comparto tu relativamente respetable opinión acerca de la calificación
de nuestra personalidad a partir de nuestras preferencias en el ámbito del ocio
–intervino Javier, con el semblante sereno. La chica le contempló con la boca
torcida, pues claramente su coeficiente intelectual no era el suficiente como
para procesar adecuadamente toda la oración en poco tiempo. Finalmente, y aún
con el rostro descompuesto, preguntó:
-¿Intentáis
hacerme quedar como una idiota?
-No necesitas
nuestra ayuda para eso… -murmuró Javier, demasiado alto. La chica se abalanzó
sobre él, claramente dispuesta a arañarle la cara, pero por suerte en ese
momento Julián, el profesor de historia, llegó a nuestro lado y los separó con
el ceño fruncido, gritando:
-¡Basta, por
favor! ¡Javier, Jennifer, cada uno a sus respectivas clases, os lo ruego! ¡No
me obliguéis a amonestaros!
Finalmente,
y con la ayuda de algunos de nosotros, Julián logró impedir un enfrentamiento
entre ambos estudiantes e impuso orden mientras el timbre sonaba sobre nuestras
cabezas.
Observé
a mi amigo con tristeza: un pequeño hilillo de sangre resbalaba por su mejilla.
Él esquivó mi mirada y se limpió la herida con la manga de la camisa.
-Vamos –murmuró-
o llegaremos tarde. Maldita Jennifer…
-¿La conoces?
–pregunté con algo de asombro.
-Bah, es una
larga historia sin importancia.
No
volvimos a hablar del incidente, pero en silencio le agradecí de corazón que me
hubiese apoyado.
Y
esa no sería la primera vez que Javier saliese en mi defensa.
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