Viernes,
al fin. Segundo descanso. Quince gloriosos minutos para hacer lo que quisiese.
Y lo único que quería en ese momento era relajarme.
Por tanto, me
dirigí a la biblioteca. Dada la evidente repulsión que la mayoría de los
alumnos mostraban hacia los libros, dudaba que hubiese mucha gente allí.
La
biblioteca de nuestro instituto se hallaba en la parte posterior del edificio.
Era una sala grande y espaciosa, con amplios ventanales que daban al jardín del
otro día. Sus paredes se hallaban ocultas por estanterías llenas de volúmenes
de consulta y libros del género narrativo, teatral e incluso poético. El centro
de la estancia lo ocupaban unas cuantas mesas dispersas a cuyo alrededor se
congregaban varias sillas. La mayoría estaban vacías.
Solo
había seis personas en la biblioteca: la profesora encargada de la vigilancia,
un par de amigos que bromeaban entre cuchicheos tras una estantería, una chica
que deslizaba el dedo sobre los tomos de varios libros, otra que escribía con
apuro sobre una libreta apoyada en un estante y… Javier. Allá donde fuese,
siempre me lo encontraba. No me extrañaría nada que pensase que le seguía. Pero
eso no era en absoluto cierto… ¿o sí?
Me
mordí el labio inferior mientras le observaba. Era indudablemente atractivo. En
ese momento se hallaba sentado en una mesa, dibujando algo sobre un folio. Un
mechón de pelo castaño ocultaba parcialmente sus ojos verdes que relucían por
la concentración. Fruncía el ceño de una forma que encontré adorable.
Sacudí
la cabeza y me acerqué a él con decisión. El miércoles, durante la clase de
historia, estuvimos cerca de media hora divagando sobre el tema de nuestro
trabajo y la organización del mismo: solo llegamos a la conclusión de que lo
haríamos sobre los aztecas.
No
habíamos vuelto a hablar desde entonces, y yo tenía varias preguntas que
hacerle. Cuando llegué a su mesa, me senté en una silla frente a él y cuestioné
a bocajarro:
-¿Por qué no te
defendiste el lunes?
Él
alzó la cabeza y me miró, confuso. Su ojo derecho seguía mostrando las marcas
de un golpe, ahora de un malsano tono verdoso.
-¿Disculpa? -preguntó
sin comprender, pero yo no me anduve con rodeos:
-El lunes,
después de que esos chicos de segundo te pegasen, en el despacho del director,
¿por qué no te defendiste?
-No sé de qué me
hablas –alegó con calma.
-No te hagas el
loco. Escuché la conversación desde detrás de la puerta y también vi la pelea.
Sé que tú no empezaste, que ellos te provocaron y que tú solo te defendías
cuando les empujaste, y a pesar de ello no le dijiste nada al director,
asumiste toda la culpa, y yo quiero saber por qué.
Javier
me observó unos segundos con los ojos entrecerrados y, después, apretando levemente
los dientes, me siseó:
-¿Nunca te ha
dicho tu madre que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas?
–parecía molesto, pero yo no me dejé intimidar.
-Hablo en serio,
Javier. Necesito una razón –estaba segura de que tendría que insistir más, pero
él se limitó a encogerse de hombros y respondió:
-Vale, es
cierto, no me defendí ante el director. ¿Y qué? Me pides una razón que no
poseo. Simplemente, ya tengo demasiados problemas como para encima tener que
preocuparme por ese tipo de tonterías sobre de quién es la culpa de esto y de
lo otro. Es la única respuesta que puedo ofrecerte porque es la única que
tengo.
No
sé por qué, pero en ese momento no tuve dudas de que Javier no mentía. Sin
embargo, había algo más que quería preguntarle:
-¿Quién te ha
puesto ese ojo morado? –noté su vacilación antes de responder:
-Aquellos
chicos; ¿no dices que viste la pelea?
De
igual forma que antes había sabido que no me mentía, ahora ponía la mano al
fuego porque sí que lo hacía. Y no me quemaba.
-Sí, la vi, y sé
que no te golpearon en el ojo.
-Será que no te
acuerdas o no te diste cuenta…
-No, es que no
te golpearon en el ojo. Apareciste con él morado el miércoles.
Javier
me miró con una expresión indescifrable, y finalmente susurró con tono
reprimido:
-Por favor,
Noelia, no me preguntes más sobre eso.
El
hecho de que se acordara de mi nombre me distrajo levemente de su más que
curiosa petición. ¿Por qué no quería que ahondase más en el tema? ¿Qué ocurría
exactamente? ¿Quién le habría pegado?
De
pronto, bajé la vista involuntariamente hacia la mesa, hacia el folio en el que
Javier había estado dibujando, y solté una exclamación ahogada.
-¿Lo has hecho
tú? –inquirí anonadada. Era un bosquejo precioso de un dragón serpenteando
entre las nubes. Los trazos eran seguros y apasionados, los rasgos de la
criatura se definían a la perfección en una melódica armonía. Si me hubiesen
dicho que era una foto, y de no ser porque los dragones no existían, me lo
hubiera creído tranquila e inocentemente.
-Sí –respondió
él. Parecía incómodo.
-¡Es fabuloso!
¿Dónde has aprendido a dibujar así?
-Mi madre me enseñó.
Era profesora de arte.
-¿Era?
-Ella… falleció
hace unos años.
-Lo siento
–murmuré rápidamente, sintiéndome muy violenta por el giro que había tomado la
conversación.
-No lo sientas,
no fue culpa tuya en absoluto –medio bromeó, y sonrió. Entonces se levantó,
cogió el dibujo y se fue, deseándome un buen fin de semana y despidiéndose
hasta el lunes.
Me
quedé mirando la puerta por la que había desaparecido, pensativa. Había algo
distinto, algo que había cambiado y en lo que no caía.
Me
levanté yo también y me dirigí a la salida. Un grupo de chicos de primero
entraron en la biblioteca riéndose a grandes carcajadas.
Y
entonces me di cuenta.
La
sonrisa de Javier había sido alegre y sincera.
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