sábado, 12 de abril de 2014

El dolor de decir adiós


         No sé si lo has pensado alguna vez, pero cada momento de la vida tiene un sabor. Tal vez ya te hayas dado cuenta y yo no te esté contando nada nuevo. El caso es que las despedidas tienen un sabor amargo, terriblemente amargo, y como yo siempre he sido más de dulces no me gusta decir adiós.

         Porque todos conocemos ese momento en que toca agitar la mano y contener las lágrimas mientras contemplas impotente cómo pierdes algo. A veces son cosas sin importancia, detalles que no echarás de menos. En otras ocasiones, son piezas del puzle sin las cuales el cuadro deja de tener sentido.
 


 
         Puede que por eso las estaciones de tren sean lugares tristes; porque allí se han roto muchos cuadros que dejaban tras de sí lienzos incompletos. Y nosotros intentamos arreglar lo que queda del dibujo, pero como no somos ningún Velázquez la imagen se queda a medias, coja de un lado o de otro, eso da igual.

El caso es que ya no es el mismo cuadro del principio, y de pronto te encuentras con que no sabes qué colocar en ese nuevo espacio vacío de tu vida.

         Porque sí, tienes que colocar algo. A nadie le gustan los espacios vacíos, creo yo. Por eso buscamos otras cosas que poner ahí, justo ahí, donde antes había un puesto ocupado y donde ahora ya no hay nada.

         Yo soy de esas personas que piensan que las despedidas duelen. Hay gente que opina que son tan necesarias que no pueden hacer daño, y fingen que no les destruyen un poquito, y siguen adelante olvidándose de todo. Y hay gente que no cree en las despedidas porque nunca han tenido que vivir una. Pero yo puedo dar fe de que no son un mito: existen.

         El otro día estuve en una de esas estaciones de tren. Miré a mi alrededor y vi muchas prisas. Gente corriendo. Gente mirando el reloj. Gente moviendo maletas. ¿Y las despedidas? Ya nadie dice adiós como se hacía hace años. Supongo que se debe a todo eso de las nuevas tecnologías, que poco a poco están haciendo que las ausencias no se noten tanto.
 
         Y no sé si esto es bueno o no, porque a veces ni siquiera los móviles ayudan a hablar con los que nunca van a volver. Y en esos casos ya es demasiado tarde para despedirse en condiciones, con un abrazo, un pañuelo blanco bordado y un abanico de lágrimas que refrescan las mejillas y limpian el alma.

         No, no me gusta decir adiós, pero pensándolo mejor he llegado a la conclusión de que, por mucho que duela, sí que es necesario. Aunque a veces prefiramos que nuestro último recuerdo de algo no pertenezca a una estación de tren. Porque créeme, no quieres irte o ver cómo se van si quedan cosas que decir.
 
 
         Así que no tengo mucho más que añadir. Solo eso. Es mi consejo. Atrévete a cerrar las maletas y a coger el coche. A pronunciar esas palabras que no podrás volver a repetir. A pintar de nuevo tu propio cuadro, porque no, no somos ningún Velázquez, pero podemos jugar a convertirnos en Picasso y decir a todo el mundo que nuestro lienzo tiene más sentido del que parece.

         Y esto sí que es ya una despedida. Pero no de las que duelen. Yo no me voy para siempre. Seguiré por estos lares mientras se pueda. Y prometo que, si se diera el caso de que me fuese para no volver, no me marcharía sin haberos dicho adiós.

         Aunque las despedidas nunca hayan sido fáciles.

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