¡Hola, bookers! Hoy os traigo un breve relato que escribí allá por enero, tras leer un libro cuyo personaje decía algo así como que los adultos nunca lloraban porque eso era cosa de niños. Se me ocurrió esta pequeña historia y decidí escribirla, pero la dejé a medias y me olvidé de ella. No obstante, esta noche la he recuperado y terminado para vosotr@s. A ver qué os parece.
———————————————————————————————————
Mis padres siempre fueron las personas
más diferentes de todo el mundo. A veces, yo me preguntaba cómo podían haberse
enamorado un hombre y una mujer tan distintos. No lo entendía, pero tampoco le
daba demasiada importancia. Ni siquiera era capaz de imaginármelos lejos el uno
del otro, y para mí ya era normal verlos discutiendo por puntos de vista
contradictorios. No era nada nuevo, ni nada que pudiese causar problemas.
Además, estaba el hecho de que mi padre adoraba a mi madre. La quería con
locura, y estaba constantemente colmándola de regalos y atenciones. Sin
embargo, en ocasiones yo sospechaba que, pese a todo, ella no le amaba.
Aunque nunca lo reconocería en voz
alta, mi padre era mi favorito. No era como los demás adultos, y parecía
saberlo absolutamente todo. Siempre que tenía un problema, recurría a él. Y no
había una sola vez que no me ayudase.
En mi mente vive una imagen imborrable,
que perdurará ahí eternamente: mi padre sentado en su viejo sillón de cuero,
ese sillón que olía a historia y a pergaminos antiguos. Él cruzaba una pierna
por encima de la otra mientras leía el periódico, se reía por lo bajo y se
burlaba de la sociedad.
Siempre tuvo una forma de pensar y de
actuar muy distinta a la del resto de los adultos. Por eso era diferente. Por
eso mi madre discutía tanto con él.
Recuerdo cuando mi profesora nos pidió
que estudiásemos un valor humano importante. Yo no entendía qué era eso de los
valores, así que no sabía qué estudiar. Como siempre, acudí a mi padre. Él me
sonrió, fue conmigo a la cocina, cogió unas semillas de un bote etiquetado como
“perejil”, las plantó en una macetita y me la entregó. Sin ninguna aclaración
más, regresó a su sillón de cuero.
Durante los días siguientes me dediqué
a observar la pequeña maceta, sin hallar en ella nada nuevo o interesante. No
encontraba la relación de las semillas con los valores humanos, y en más de una
ocasión estuve tentado de correr junto a mi padre y pedirle una explicación,
pero intuía que eso le decepcionaría, por lo que aguantaba y persistía en mi
empeño de encontrar una solución en la contemplación de la oscura superficie de
tierra. Pero una semana después, seguía sin descubrir cambio alguno en la
maceta, con lo que llegué a plantearme que todo fuese una especia de broma, y
pensé que nada crecería allí. Aquello me desesperó.
Sin embargo, catorce días después de
haberle pedido ayuda a mi padre, una mañana cálida y azul, pequeños brotes
verdes, tiernos y jóvenes asomaron entre los grumos terrosos y húmedos que
albergaba la maceta, siendo recibidos por sus primeros rayos de sol. La
infinita alegría que me sacudió ante tan aparentemente trivial revelación fue
sobrecogedora, como si en lugar de la germinación de una planta estuviese
presenciando el lanzamiento de un cohete espacial. Y esto compensó con creces
la larga espera.
Comprendí entonces uno de esos valores humanos tan trascendentales.
Ser paciente. Aguardar el momento justo sin perder la calma.
Y a día de hoy, muchos, muchísimos años
después, cada vez que me impaciento pienso en mi padre y sus semillas de
perejil, y recuerdo la importancia de saber esperar. Es una de las muchas
lecciones que me inculcó y que nunca podré olvidar.
Otro recuerdo que conservo, y me
atrevería incluso a decir que el peor, es el de las lágrimas.
Era una tarde de otoño, en octubre,
concretamente. Hacía muchas horas que no veía a mis padres, yo estaba jugando
en el salón. No sé por qué, pero subí al piso de arriba. Y allí escuché los
sollozos. El sonido de las lágrimas al caer. Lágrimas de adulto.
Mucha gente piensa que las personas
mayores no lloran, pero esto no es cierto. Todos, absolutamente todos, sin
margen de error, necesitamos liberarnos de tristezas de vez en cuando. Y los
adultos no son una excepción.
Entré en la habitación de mis padres, y
ahí estaba él. Sentado sobre la cama, con un papel arrugado y húmedo en su puño
apretado y el rostro enterrado en su otra mano.
Le pregunté por qué lloraba, y me
preparé para que hiciese lo que todos los padres hacen en situaciones como esa:
decirnos que nos vayamos a nuestro cuarto. No quieren que les veamos derramar
lágrimas. Me pregunto si realmente creerán que desde nuestras habitaciones no
se les oye llorar.
¿He dicho ya que mi padre no era como
los demás adultos? Si no lo he hecho, aprovecho ahora para decirlo. Porque él
alzó la vista, clavando en mí sus ojos rojos e hinchados, y me hizo un gesto
para que me acercase.
Yo nunca le había visto tan triste.
Parecía como si todo el dolor del mundo acabase de aterrizar sobre sus hombros,
cargando de agua su desolada mirada.
Me sentó sobre su regazo, me revolvió
el pelo como había hecho siempre y, con voz temblorosa y rota, carente de
esperanza, me pidió perdón.
Y siguió llorando, desprendiéndose de un
recuerdo feliz con cada lágrima.
Aquel fue el día que mi padre abandonó
sus periódicos y su sillón de cuero.
Aquel fue el día que mi padre olvidó
cómo reír y cómo ser diferente.
Aquel fue el día que mi padre murió un
poquito por dentro.
Aquel fue el día que supe que mamá se
había ido.
Fotografía obtenida de www.pediatricblog.es
¡Muy chulo! :)
ResponderEliminarUn relato muy bonito, ha conseguido tocarme la fibra sensible:') He leído unos cuantos de tus escritos y puedo decir sin riesgo a equivocarme que tienes talento. Con esfuerzo lograras cumplir tu sueño de ser escritora, animo!! Por mi parte, entre mis sueños también esta la de ser escritor, tengo un blog que comparto con una amiga donde publico lo que voy escribiendo y ya tengo un proyecto de novela entre manos:b Te sigo!
ResponderEliminarBesos^^